Una vez cerrado el inevitable paréntesis de algo más de
dos años, impuesto en las vidas de todos, por causa, o con la
excusa de la pandemia, o naturalmente concluido éste, Paola y
yo, habíamos alquilado un cottage cerca de Port Isaac, donde
entonces se rodaban los capítulos correspondientes a la
enésima temporada, de la exitosa serie “Doc.
Martin”. Le iba muy bien en su carrera, la cual había
tomado vuelo y se sustentaba con papeles importantes en la escena,
apariciones en televisión, y, por último, en cintas con
importantes directores. Nos habíamos encontrado en Londres,
donde yo disponía de un amplio y cómodo apartamento,
desde hacía un número de años. Ella
desempeñaba algún papel como invitada, y se me
ocurrió la idea de conjugar este hecho, con unas vacaciones en
Cornwall, donde se rodaba o grababa el episodio. Se lo propuse, y le
pareció una idea excelente.
Por lo general, desde mi temprana jubilación, era yo a viajar a
alguna parte de Europa, para encontrarme con ella. Entonces, de
rataplán, ocurrió lo ya sabido. O nos enteramos de golpe,
de lo que se nos venía encima. ¡Dos años de miedo,
de encierro y prohibiciones, por causa, o, con la argucia de la
Pandemia! En suma, hacía ya más de dos años a la
fecha, que no nos veíamos, es decir, que no nos
encontrábamos, porque eso de las teleconferencias, no
podía considerarse verdaderamente “un encuentro”,
aunque peor estábamos, claro, por aquella lejana época en
que las comunicaciones entre nosotros llegaron a hacerse apenas
posible, mediante un breve y precario intercambio telefónico, el
tiempo que duró mi estancia fuera del Reino Unido. Naturalmente,
el reencuentro esta vez, resultó tan emotivo como es de
imaginarse, pese a que ambos somos poco dados a los excesos de esta
índole.
Se había ofrecido a conducir el auto, sin dudas, temiendo que
mis destrezas no bastaran para sortear los “round abouts” y
las estrechas carreteras y caminos que podíamos encontrarnos en
la región. Es innegable que se trata de una conductora de
primera clase. Se encantó, nada más verlo, con el Fiat
rojo que yo había alquilado para la ocasión. Nuestro
cottage dista unas pocas millas de Port Isaac. Gracias a la experta
conducción de mi compañera de aventuras, las recorrimos
en poquísimo tiempo. Apenas llegados al pueblito, y dejado el
auto en su estacionamiento, bajamos la colina que llevaba directamente
a la primera calle que nos salía al paso, y entramos, sin un
propósito determinado a una tiendecita de ésas, donde se
vende toda clase de objetos, o parece que tal sucede. Mi madre se
hubiera referido a ella, en recordación del viejo lenguaje de su
juventud, como “una quincalla”. Un gentío procedente
de todas partes desembocaba justamente en la tiendecita, y se
detenía allí, husmeando los anaqueles, a veces sopesando
la conveniencia de adquirir una u otra baratija o souvenir que atrajera
su atención particularmente. En el interior de la dependencia
perdí de vista a Paola por unos instantes. Juzgué que
había salido nuevamente a la calle sin decirme nada, y me
acerqué a la puerta para observar si era el caso. No
alcancé a verla, pero al abrirse ésta, dejó pasar
los ruidos y voces exteriores, que vinieron a sumarse a los producidos
en el interior, y a imponerse con ventaja sobre estos.
Inducido por un acto reflejo, me di vuelta, lo mismo que si hubiera
podido tratarse de mi nombre. Éste que escuchaba, además
de una resonancia que debía serme harto familiar, tenía
indudablemente un aire exótico muy suyo. Ambas cualidades
reunidas en un solo haz, bastaron para captar de golpe mi
atención. Entonces la vi. Alcancé a verla, apenas un
instante, y a reconocerla. La reconocí, a pesar del tiempo
transcurrido. Veinte años, habían pasado desde el
último encuentro. Había tenido lugar éste, cuando
coincidimos luego de casi seis años, sin vernos. Se
trató, naturalmente, de un encuentro que hubiera sido
inconcebible. Ocurrió en la Plaza San Marcos. Entonces
aún vivían sus padres. Ambos han muerto ya, según
noticias. ¿De qué modo no reconocer ahora, esa peculiar
prestancia, muy femenina, asentada en una suerte de gravedad, cual si,
una plomada invisible que bajara de la cabeza a los pies, la sostuviera
en equilibrio, lo mismo al caminar que estando detenida, o más
bien, como si ella misma sostuviera sobre su cabeza un recipiente de
cristal delicadísimo, lleno de un agua preciosa, que fuera
necesario conservar y trasladar a alguna parte? Vestía ahora,
con la misma elegancia y sencillez de antes, ésta que
sólo ella habría podido conciliar. El individuo que
había llamado su nombre —un compañero, o su marido
tal vez— le mostraba ahora alguna cosa, un objeto que ameritaba
la atención, que él reclamaba. Vacilé un instante,
respecto a la que debía ser mi conducta. ¿Se
acordaría ella igualmente de mí? ¿Sería en
verdad ella? ¿Y si se tratara, en realidad, de una hija suya que
se le pareciera, como una gota de agua a otra, y llevara su nombre? Me
acordé, de aquella declaración de mi madre, tan
sentenciosa como reiterativa, tal y, según eran, muchas de las
que la caracterizaban:
—Este mundo es un pañuelo, que mientras más lo despliegas, más pequeño resulta ser.
Como
por entonces yo no había viajado nunca a ninguna parte, y no
llegué a hacerlo hasta mucho tiempo después de entrado en
la mayoría de edad, ya que hasta los desplazamientos locales
eran obstaculizados por esa época, con arreglo a una
legión de impedimentos de toda clase, no llegaba a comprender el
alcance de una afirmación semejante. Ahora, de repente,
creí alcanzar una comprensión cabal de su significado.
El mundo, en efecto, era un pañuelo, cualquiera de cuyas puntas
podía tocarse desde el extremo opuesto. ¡Bueno, de algo
así debía tratarse! A propósito de mi madre, creo
que, durante algún tiempo, hubiera visto con buenos ojos que
ella y yo acabáramos por casarnos algún día.
Táneshka era, indudablemente, una criatura especial, refinada,
perfecta. ¡Ideal para su hijo! Nos habíamos conocido en la
escuela primaria. El padre de Táneshka, era el vástago de
una prominente familia hindú, educado desde temprano en Europa y
los Estados Unidos, como consecuencia de lo cual, se convirtió a
las ideas marxistas, y se incorporó al Partido Comunista de su
país, a muy temprana edad. Sus ideas lo condujeron
indefectiblemente a la Unión Soviética y China, antes de
la ruptura de esta alianza ideológica. En Rusia, o más
propiamente, en Ucrania, conoció éste, a quien
sería su esposa, Natalka, la madre de Táneshka. La
deslumbrante belleza de esta mujer, sólo podría
compararse con su inteligencia y cultura. Poseía varios grados
universitarios, en disciplinas tan diversas como la Física
Nuclear, y la Literatura española del Siglo de Oro. Era,
asimismo, una consumada pianista, que había pasado por el
Conservatorio. Su conversación era siempre interesante y bien
informada, y poseía el don de hacerse escuchar, sin infligir a
los otros sus propios silencios. Conjugar como ella lo hacía, su
vastísimo y ameno saber, su belleza, y la desenvuelta sencillez
de su persona, debieron ser los ingredientes que sedujeron a Balu.
¡Los mismos, sin ir más lejos, que nos seducían a
todos por igual! Cada uno según fuera su nivel de competencia, o
su edad. Yo era, apenas una criatura. Quienes la conocían se
referían a ella, indefectiblemente, como “la rusa”,
sin suscitar, aparentemente, ninguna reacción en contra. Yo
había tenido el gusto de conocerla, muy pronto, gracias a esa
sencillez y accesibilidad de su persona, cuando recién acertaban
a ser instalados ella, su pequeña hija, y su marido, en uno de
los edificios fabricados preferentemente para “los
técnicos extranjeros del campo socialista”, grupo al que
ellos pertenecían, indudablemente, de modo que Táneshka y
yo, coincidimos por un tiempo en la misma escuela, y nos hicimos
inseparables amigos. Esta amistad no se interrumpió luego, ni
siquiera cuando mis padres fueron “sancionados” por alguna
causa, y nuestra familia resultó prácticamente
“sellada” dentro del apartamento que debía
correspondernos. Aunque semejante “sanción” nos
fuera suspendida más adelante, en consideración del
trabajo que realizaban mis padres, microbiólogos ambos, y
seguramente de algún arrepentimiento jurado por ellos,
también fuimos trasladados a otro edificio, que al menos
debía resultar más amplio y más cómodo,
pero que asimismo nos distanciaba aún más de
Táneshka y sus padres, a su vez trasladados a otro piso, en otra
parte. A Natalka se debió que volviéramos a vernos. Fue
ella quien procuró y obtuvo nuestra nueva dirección, y se
apareció alguna vez en casa. Mamá y ella se abrazaron con
verdadero afecto, y algo parecido ocurrió entre la niña y
yo, aunque no mediaran precisamente abrazos ni besos. Todas estas cosas
me pasan por la cabeza en un torbellino, mientras vacilo unos instantes
si dirigirme a ésta a quien creo reconocer, o no hacerlo, por
temor a llevarme un chasco.
Entre
tanto, Paola y yo volvimos a reunirnos en el interior de la tiendecita,
y sin consultarnos al respecto, salimos, caminamos a lo largo de la
calle, y entramos al primer café que nos salió al paso,
para tomar algo caliente, antes de internarnos por las callejuelas y
callejones que cruzaban la población, a manera de lianas
más gruesas y oscuras que las numerosas otras de origen vegetal,
que, igualmente se extendían en todas direcciones. Un fuerte
viento procedente del mar nos golpeaba en el rostro y en el torso, al
andar, y aunque el día fuera soleado, a la sombra de un alero
cualquiera, o al que proyectaba un muro de piedra, se hacía
sentir una frialdad penetrante. El gentío que iba y venía
en cualquier dirección, no permitía al comienzo, elegir
con determinación, la zona favorecida por nuestra preferencia
para andar. El sonido de las voces, redominantemente en inglés,
y el romper de las olas contra los arrecifes y farallones, lo
sumía todo en una especie de conjuro, sólo roto
momentáneamente por el llamado de su nombre.
—Táneshka, darling… Táneshka…
Acerté a pedir un chocolate caliente, para llevar, y me
asomé a una puerta lateral del establecimiento con el
propósito de espiar la calle. Alcancé a ver su
grácil figura alejándose, y sin poder contenerme, me
lancé tras ella. Paola me siguió a poco, con algo de
contrariedad y sorpresa en la expresión del rostro. Llevaba en
una mano el café latte, pedido por ella, y en la otra, el
chocolate que yo había pedido. Tal vez me diera cuenta de la
insensatez de una persecución sin propósito ni
determinación, como era aquella que me guiaba, cuando
aflojé el paso, permitiendo a su vez a Paola darme alcance.
No escuché nada, de lo que, con absoluto derecho y razón,
me reprochaba. Es decir, no conseguí dar acogida en mí a
sus palabras. Atiné apenas a musitar una excusa, adivinando,
antes que escucharlas, las cosas que tendría que decirme.
Se trataba de algo bastante complicado de explicar. Pero juraba
decírselo todo de la A a la Z, cuando yo mismo consiguiera poner
en orden mis ideas. ¡Había visto un fantasma!
—Ya mismo, te lo cuento todo. Es hora de almorzar. Busquemos
donde hacerlo, antes de echarnos a vagar por el pueblo, y de recorrer
la costa como quieres hacer —le propuse.
Aceptó, no sé, si porque le pareciera bien la idea de
almorzar después de tanto manejar para llegar aquí, o
porque la sedujera la idea de saber lo que había ocurrido, o
ambas cosas.
Muchas de las mesas estaban reservadas, como consecuencia del flujo de
visitantes, para asistir a la filmación de la popular serie
televisiva, (en la que ella intervendría como invitada
especial), según escuchamos, pero un camarero diligente y
simpático nos halló acomodo en el segundo piso del Red
Spunky Lion. Él mismo, parecía un poco la imagen
personificada del felino, cuyo emblema colgaba a la entrada del
establecimiento, y aparecía impresa (o más propiamente,
bordada con delicado diseño) en la superficie de las
servilletas, y en las puntas de los manteles. El servicio era de
primera, y el menú lo mismo. Sin poder evitarlo, (supongo que se
tratara de un viejo hábito), eché una ojeada de soslayo a
los precios indicados, y calculé lo más
rápidamente posible, la equivalencia entre los precios
señalados en libras, sumada una generosa propina, y el monto en
dólares y euros. Todo esto tuvo lugar en cuestión de
segundos. Paola no había dejado de observarme, y no eran los
precios del menú los que le interesaban.
Le referí, todo lo relacionado con Táneshka, que me era
posible apretar en una relación, medianamente coherente, sin
dejar fuera el complejo emocional que, según era natural, se
relacionaba con ella. A medida que hablaba, imponiéndome una
narrativa clara y desprovista en lo posible de emocionalidad, se iba
produciendo una transformación profunda en la expresión
de mi interlocutora. No lo noté, sin embargo, o no
alcancé a comprender la naturaleza de la misma, hasta el momento
en que me interrumpió un instante, para decir:
-----“You fool of a man! Go after her. I totally get it now. Go and find her! Talk to her! Go! What are you still waiting for?”
No
conseguiría explicarle a mi compañera, con la misma
serenidad o concisión precedente, el resto de la historia con
Táneshka. De modo que aduje toda clase de razones que
debían interpretarse como justamente eso, razonables.
Sólo podía tratarse de una fantasmagoría, de una
ilusión, ahora estaba convencido. ¡Un parecido, es
sólo eso, después de todo! La edad no podía
corresponder, en modo alguno, a la persona de Táneshka, que
tendría aproximadamente la mía. Sabía exactamente
que ella era dos años menor, pero me pareció más
convincente el recurso de la aproximación de edades. No
habría podido explicar por qué causa. Tal vez se tratara
de un torpe recurso para negarme a mí mismo lo cercanos que
habíamos sido alguna vez, o de un fútil intento de
convencer a Paola de que, en efecto, así era. Porque de tratarse
de todo lo contrario, ¿cómo podía explicarse que
la dejara escapar después de tanto tiempo, una vez más?
Debía persuadir a Paola, persuadiéndome a mi vez, de que
no tenía sentido ponerme a corretear detrás de un
fantasma, al que debería buscar a través de la
pequeña población, invadida de turistas, sin traza alguna
de su paradero. Y si se tratara de una hija, o de una hermana
desconocida por mí, cuáles excusas o disculpas
serían luego necesarias.
¡Bueno, a la tercera iba la vencida! —me dije. Le dije esto
mismo también a Paola. Ella no pareció comprender en
absoluto. No sé si se trató de la expresión
utilizada, o de la aplicación de ésta en el presente
caso. La primera vez que la había perdido de vista —le
expliqué, seguidamente— fueron aquellas semanas en las
que, incomprensiblemente para mis años de entonces, dejamos de
vernos, porque mis padres, y con ellos también yo, nos
habíamos convertido en unos apestados, y casi sin
transición nos trasladaron de vivienda. Yo no entendía
nada de aquello, cuando mi madre me retenía al interior de
nuestro apartamento, que a la postre resultó no ser nuestro,
sino del estado, para protegerme del rechazo de los otros niños,
quienes ahora no estarían autorizados por sus respectivos padres
a juntarse conmigo para jugar. La reaparición de Táneshka
en mi vida, esa vez, de la mano de su madre, cuando menos podía
esperarlo, significó el cumplimiento de una promesa que nadie me
habría podido hacer. Aunque ya no fuéramos a la misma
escuela, ni dispusiéramos del tiempo de que antes
disfrutábamos, como si no pudiera agotarse nunca, Natalka y mi
madre se las arreglaban innumerables veces para hacer posible nuestros
reencuentros regulares. Ya en la secundaria acertamos a caer en la
misma escuela, en el momento en que comenzaban éstas a ser
desplazadas al campo.
Se
trataba, según se nos decía, y se decía en alta
voz, del “modelo del futuro”. Allí
recibiríamos una educación integral, combinando la
instrucción que recibiríamos con el trabajo que
debíamos rendir. Aquello hasta nos parecía
“romántico”. Era sin dudas “ideal”. No
todos debían pensar así —según llegamos a
saber más adelante—, pero hablo de lo que nos
parecía a quienes éramos como Táneshka y yo. La
casa, sin dudas, influía. Nuestros padres, o al menos así
ocurría con los míos, ensalzaban el proyecto educativo
con toda vehemencia. La radio, los periódicos, la
televisión, y el cine, dotaban de un aire heroico el mero hecho
de “participar” —pese a que no había otra
opción—, en los planes de “la escuela en el
campo”. Hasta un himno, dedicado a este empeño, debido a
uno de los trovadores oficiales, fue puesto de moda. Apropiadamente, se
llamaba “La nueva escuela”. Los primeros tiempos fueron
verdaderamente maravilloso. No teníamos conciencia de qué
modo se nos hacía trabajar a expensas de la instrucción
que debíamos recibir. Siempre podía atribuirse a un
problema de “desorganización” o, mejor aún, a
la “falta de la debida organización” en los
comienzos. Pero no era eso, cosa alguna que pudiera preocuparnos, o
importarnos lo más mínimo. Táneshka y yo nos
hicimos inseparables, y para la mitad del curso nos hicimos novios. No
pensábamos decirles nada a nuestros respectivos padres, hasta
que se nos ocurriera que así debíamos hacer. En realidad,
no pensábamos en esto siquiera. Durante las ocasionales y
esporádicas visitas que nos hicieron éstos, nos
comportábamos como hubieran esperado ellos que
hiciéramos, como buenos amigos y camaradas. Satisfacíamos
esa expectativa, porque, muy pronto se marchaban, dejándonos a
veces algunas cosas de comer, dulces y galletas, que compensaban la
dieta bastante insípida y reiterativa que consumíamos,
además de insuficiente.
Nuestro noviazgo, duró el tiempo que le estaba asignado. En ese
intervalo fuimos inmensamente felices, ignorantes de todo lo que no
tuviera que ver con nosotros y nuestros sentimientos recíprocos.
De repente, sin embargo, un inesperado viaje a la India, adonde al
parecer debían desplazarse con alguna urgencia los padres de
Táneshka, le puso fin. Imaginábamos que se trataba,
naturalmente, de una corta interrupción en el flujo de nuestras
vidas, a la que podríamos enfrentarnos con optimismo, porque
estaba llamada a no durar mucho tiempo. Táneshka me dejó
sus cuadernos de trabajo, con la excusa de facilitarme el estudio de
las numerosas materias escolares con vistas a los exámenes, muy
próximos, en realidad con el propósito de que yo pudiera
sentirla cerca de mí. En verdad, me habría sido imposible
sentir de otro modo, sobre todo mientras duró el optimismo de
volver a vernos, y persistió el delicado aroma de su perfume
entre las páginas de los cuadernos. Una foto, en la que
aparecíamos muy juntos, tomados de la mano, a punto de besarnos,
vino a ocupar un sitio prominente junto a mi litera. Me la había
dejado ella, en calidad de préstamo. Como las imágenes
parecían borrarse de hora en hora, sumiéndose en la
niebla sepia del entorno, llegué a sentir miedo de que al
regreso de Táneshka, no pudiera explicarle con exactitud, lo
ocurrido a la foto, para entonces convertida en un mero trozo de
cartulina en blanco. La espera para la que creía estar
preparado, se prolongó, más tiempo del que ella y yo
habíamos anticipado. Al principio hubo alguna que otra carta. Se
recibieron en la casa de mis padres, en la ciudad. Siguiendo
algún género de intuición, que tal le aconsejaba,
mi madre hizo expresamente el viaje hasta la escuela donde me
encontraba, para poner en mis manos el sobre abultado, en el cual
reconocí de inmediato la caligrafía de Táneshka.
Ni siquiera me sentí demasiado culpable cuando mi madre se
marchó, casi enseguida después de haber venido, porque yo
no había deseado otra cosa que quedarme solo, es decir, sin su
presencia, para entregarme a la lectura de la correspondencia.
—Además de la carta —dijo mi madre— te he
traído una conserva de guayaba y un trozo de queso blanco.
Estíralos lo más que puedas, para que te duren.
Con éstas o parecidas palabras, y un beso, se despidió de
mí. Abelardo, el chofer, a su vez, lo hizo con un gesto de su
mano libre, mientras con la otra abría la puerta del
automóvil, para que mi madre desapareciera en su interior.
Luego de esta primera carta, se recibieron otras dos con el transcurso
del tiempo. Mi madre no volvió a traérmelas al internado,
porque éstas llegaron a su destino cuando yo acertaba a hallarme
de paso (es decir, de pase) por la ciudad, en la casa en que
vivían mis padres, con motivo de las vacaciones escolares. La
última de las cartas no parecía guardar relación
con nada. Era cual si, la voz de Táneshka se fuera alejando cada
vez más, hasta hacerse inaudible, apenas un murmullo
incomprensible. Después, naturalmente, se hizo el silencio. Un
silencio absoluto, definitivo. No sé de qué modo,
exactamente, desperté del sueño en que había
estado sumido, ni cuando ocurrió la realización de que se
había tratado de un sueño. Al despertar, lo hice del
todo. No se trató de algo que me hubiera propuesto, pero roto el
sortilegio de Táneshka, la realidad cobró —no
sé si de pronto, o gradualmente— relieves propios, o
más bien formas, bulto, una consistencia rocallosa, si bien
chata, falta de color y de atractivo. Para que la nueva realidad fuese
más real a mis ojos, mi padre desapareció de repente. Mi
hermana Arabela fue a darme la noticia.
—¡Buena nos la hizo! Pero sobre todo a esta gente. En la
uña se la ha dejado, aprovechando el viajecito a Rusia, que
finalmente le dieron. El avión hacía escala en
Canadá, donde pidió asilo. A mamá la han
suspendido de su trabajo por sospechas. Ella nada sabía del
asunto, me lo ha jurado, porque claro está, papá tuvo que
planearlo todo con la mayor discreción, y en una absoluta
reserva. Bien sabía él, que ni siquiera a mamá
podía confiarle nada de nada. ¡Francamente, me alegro por
él!
No pensé en este momento, según era más
lógico concluir, que seguramente no volveríamos a verlo
nunca más, que había de ocurrir como con Táneshka.
Alguna que otra carta de su mano sería recibida de tarde en
tarde, hasta que por fin se instalara entre nosotros el más
absoluto silencio. El regocijo de mi hermana resultaba contagioso, y
daba para disipar cualquier nube.
—¡Una jugada maestra!
La fuga del viejo, aunque evidentemente nos perjudicaba, lo cual no
esperó a probarse en mil y un avatares y contingencias,
consiguió al cabo, que también nosotros
consiguiéramos abandonar el país tras innumerables
gestiones diplomáticas y de “carácter
humanitario”, en las que, sin dudas, mucho tuvo que ver la
intervención o apelación del mismísimo rey de
España, que era sobre todas las cosas un hombre decente. Nuestro
destino, consecuentemente, fue este país. Nos instalamos en
España por un tiempo, donde los conocimientos y la experiencia
de mis padres fueron de gran utilidad. Por fin, a los reclamos de una
hermana de mi madre, la tía Virtudes, nos acogimos al calor de
la ley americana, y a ese territorio. Mi hermana se casó
allí con un italiano, y desde entonces ha vivido entre Italia y
los Estados Unidos, con su familia, cada vez más numerosa. Como
bien sabes, yo conseguí que me aceptaran en Oxford,
primeramente, y luego comencé a estudiar alguna cosa que nunca
iba a terminar, en el M.I.T. Durante mis días de Oxford nos
conocimos tú y yo si no recuerdo mal. ¡Estabas
enamoradísima de mí! No vayas a negarlo ahora por
despecho.
La risa de Paola, llena de momento el recinto, casi vacío,
ocupado por algo menos de una docena de comensales, incluidos nosotros
dos.
“You wish! Wouldn’t you?
Yo también sonrío. Paola y yo hemos sido amigos desde esa
temprana época de estudiantes cuando nos conocimos. Como es
obvio que aguarda la continuidad de mi relato, no la hago esperar
más.
Luego de nuestra salida, recobramos de a pocos el curso de nuestras
vidas, si es que tal cosa es posible, o simplemente, nos repusimos en
una atmósfera favorable a fin de comenzar de cero. Por puro
azar, (o porque el sino así lo marcaba), Táneshka y yo
volveríamos a encontrarnos, veinte años después de
separarnos del modo que ya conoces. ¿Pudo en verdad tratarse de
un reencuentro? ¿Qué intención pudo haber sido la
de los hados, favoreciendo o facilitando tal cosa? No hay que dar para
nada crédito, a lo que diga el tango ése de que
“veinte años no es nada”. ¿Cómo no
habían de serlo? Hacía poco, había conseguido
colocarme de guía de turismo en la Plaza San Marcos, donde
repetía en cinco idiomas el mismo libreto día por
día, cuando apareció ella entre un grupo de turistas. El
descubrimiento fue simultáneo y recíproco, pero no
ocurrió de golpe, sino que se trató de una
revelación, y al cabo, cuando se dispersaba por su cuenta el
grupo de marras, nos quedamos en silencio, sobrecogidos de asombro,
desconcertados por la inevitable constatación, hasta que ambos
conseguimos sobreponernos a nuestra mutua confusión para
producir el reconocimiento.
Ni ella ni yo sabíamos bien qué hacernos con ese presunto
regalo, que el sino nos ponía entre las manos, de repente.
¿De qué modo podíamos saberlo? Nos condujimos con
reparos, cuando era evidente que hubiéramos querido dejarnos ir.
El breve intercambio, (ella formaba parte de un grupo de amigos o
compañeros, que ya regresaban donde el autobús en el cual
viajaban) procedió con torpeza que eran asimismo tanteos de
ciego.
—¿Eres realmente tú?
—¿Y tú? ¿Qué fue de aquel muchacho melenudo?
—¿Te das cuenta de que el pelo se lleva corto ahora?
—Sí, desde hace algún tiempo.
—¡Dios mío, cuánto tiempo ha pasado!
—Llegué a pensar que ya no nos veríamos más.
—Yo, no.
—Pues ya ves. Cuéntame de ti; de tu familia.
Al cabo, nos despedimos con precipitación: un intercambio de
tarjetas en las que estaban nuestros respectivos números de
teléfono. Entonces, naturalmente, no había llegado
aún la telefonía móvil. Un beso, tal vez dos, en
las mejillas y la promesa (el reclamo recíproco) de una llamada,
muy pronto, que nos permitiera “reconectar”, rehacer la
tela rota, el diseño en común que debió
corresponder a nuestras vidas. ¡Una verdadera imposibilidad! Fue
por eso mejor que, luego de vacilaciones sin nombre, (seguramente
mutuas) cuando procedí a efectuar la llamada prometida, se me
informara mediante una grabación expedita, que el número
estaba equivocado. Intenté, no obstante, toda clase de
combinatorias, sin éxito, y al cabo dejé estar el asunto,
aunque sin renunciar aún, a la esperanza de que fuera ella quien
diera conmigo. El número que puse en sus manos era el correcto,
pero el timbre no sonó nunca. Es decir, ninguna de las veces que
timbró el aparato, se trataba de su llamada.
¿Habría extraviado mi tarjeta, o simplemente perdido el
interés por “reconcectarnos” después de tanto
tiempo transcurrido?
Por entonces soñé con ella varias veces. Eran
sueños que nos colocaban de pronto al borde de un abismo, que
procurábamos evitar, o constituían un encuentro semejante
al de la Plaza San Marcos en Venecia, pero en un entorno desconocido,
amenazante. Me dije, que todo esto era más evidente que
simbólico: una transposición onírica de la
realidad. Creo que era cuanto necesitaba hacer, a fin de pasar hoja
sobre el asunto. Los sueños no se repitieron, al menos de manera
que yo pudiera reconocerlos. El resto de lo que pasó en mi vida,
no te lo cuento, porque además de ordinario, lo conoces mejor
que yo mismo.
—Una ruleta rusa…
—Tampoco hay que exagerar porque se tengan ciertas noticias de
algún que otro hecho. Mi vida había sido siempre algo
improvisada, una suerte de aventura, pero es que, ¿acaso no se
trata de eso la vida, y no de otra cosa?
—¿Lo preguntas en serio?
—Realmente no. No quisiera enzarzarme en una cuestión
semejante, que habría de conducirnos a una discusión de
sesgo filosófico.
—Muy bien. ¡Ahí halles tu respuesta no buscada!
—¿Todas las respuestas?
Paola calló, decidiendo no seguirme el juego.
Entonces continué mi relato sin narrativa, o mi relación sin verdadero suceso.
—Y ahora, hoy, aquí, precisamente hoy, estoy seguro de
haber vuelto a encontrármela. Bueno, no precisamente esto, sino
lo más parecido del mundo a un segundo encuentro. A la tercera
va la vencida, suele decirse, no sé por qué.
¿Quiere decir que habrá aún una tercera
ocasión, cuando ambos seamos ya unos ancianitos
decrépitos? ¿Qué clase de sino es ése, por
amor de Dios? Como bien sabes nunca me he casado, ni pienso hacerlo.
Sucederá alguna vez, si está de suceder, lo más
probable es que no ocurra. No me imagino, a mis años, comenzando
a criar hijos. Sobre todo, a compartir mi vida de manera permanente con
alguien. Sabes bien que las mujeres son seres complicados, o complejos,
según te parezca mejor.
—Podrías intentarlo con otro hombre. No suelen parir.
—Pero son territoriales como los perros. Mean cada diez pasos para marcar su territorio.
—¿Nunca tuviste…?
—¿Inclinación por los hombres? Nada que pueda
considerarse anormal, quiero decir, que se situara fuera de la norma
aceptada.
—Las normas varían. Ha variado mucho respecto a ese asunto.
—No. No siento el atractivo que insinúas.
Paola habría dicho seguramente a esto que “no se trataba
de insinuaciones de su parte, que ella hablaba siempre por lo claro,
etc.” pero no la dejé proseguir.
Durante ese encuentro en San Marcos, o más bien, con
posterioridad a él, llegué a concebir la noción de
que, tan pronto volviéramos a vernos, le pediría casarse
conmigo. ¡Eso! ¿No estaba acaso escrito en las estrellas,
que, a fin de no apartarnos nunca jamás, debíamos
consumar, confundiéndolo en uno solo, nuestros respectivos
destinos? ¿Podría imaginarse una propuesta…,
qué digo propuesta, una idea más descabellada?
—¿Desatinada, querrás decir? Porque luego de no
verse en tantísimo tiempo, pensar precisamente en…
El camarero que nos atendía se acercó a nosotros en ese
momento para preguntarnos si deseábamos cualquier cosa. Paola le
pidió que nos trajera la cuenta, más concretamente, que
se la trajera a ella.
—Sí, por favor. Una sola cuenta.
Le di las gracias, mientras terminaba la segunda copa de vino Riesling
con que había acompañado el delicioso pescado, o lo que
de éste había consumido. No había podido acabarlo
todo, pese a su inmejorable sabor y aspecto. Paola no me
permitió siquiera dejar la propina, ese proceder “tan
típicamente americano”, según me señalara
alguna vez ella misma, sin ánimo de censura.
A pesar de hallarse ausente, la existencia misma de Táneshka lo llenaba todo.
—Tendríamos que ir por ella, ahora mismo, si es lo que
deseas hacer —declaró finalmente mi
compañera— para cerrar otro capítulo de ese libro
misterioso, o para proporcionarle una coda natural, y una continuidad.
—Hasta el tercer encuentro, supongo, que será el definitivo, según se dice.
Luego de pagar, y despedirnos del atento y eficiente camarero, nos
marchamos. A medida que echábamos a andar, la idea de
“buscar” a Táneshka, o el fantasma de
Táneshka, seguramente nos pasó a ambos por la cabeza,
pero pronto nos hallamos enfrascados en cualquier conversación,
como antaño, cuando ambos nos habíamos conocido en la
universidad.
—¿Qué papel haces?
—Encarno a una americana, rica, naturalmente, que busca en
Cornwall la cuna de sus antepasados, y durante su pesquisa, conoce a
alguien más joven, con el cual… Ya me dirás si mi
acento no es el propio de Philadelphia, hablado por las personas con
clase. Cuando estudiaba en Bryn Mawr el bachillerato, me
familiaricé con el habla del Main Land. He pasado días
enteros frente al espejo, para estudiar mi articulación, y
oído viejos discos. Además, durante mi reciente
estadía en Liverpool le he pagado una fortuna, a un experto
conocido, que se dedica a este género de cosas. Sabes bien que
soy una verdadera perfeccionista.
Creo que llegamos a olvidarnos de Táneshka al fin y al cabo, es
decir, a posponerla, relegándola a un tema más, que
hubiéramos agotado. Sin embargo, durante nuestro recorrido a
pie, junto a la costa, hubo instantes en que volví a acordarme
de ella. Me la recordaba un objeto cualquiera, el descubrimiento de un
velero a la distancia... Me la evocaba un olor traído por la
brisa, junto a un promontorio de concepción romántica.
Conseguía apartarla de mi mente, pero era una suerte de tarea
pendiente.
Al regreso a nuestro “cottage”, o, mejor dicho, de camino a
éste, me propuse con determinación olvidarla, olvidar
todo cuanto tuviera que ver con ella, quitarme de la cabeza aquella
oscura obsesión sin sentido alguno. Paola y yo hablamos de
infinidad de cosas, proyectos (mayormente suyos), de nuestras
respectivas familias, y, relaciones sentimentales, o la falta de ellas,
al menos en mi caso. Ella, por su parte, había conocido a
alguien, poco antes del comienzo de la pandemia, y este lazo, contra
toda posibilidad se había mantenido, incluso fortalecido, en el
curso de estos dos horribles años de aislamiento forzado, y de
paranoia inducida por todos los medios.
—Naturalmente, me hablaste de él un par de veces.
—Ya lo conocerás en persona.
—Me alegraría. Espero que se trate de alguien que verdaderamente te merezca.
—Hablas como si fueras mi madre.
—Disculpa. Tienes razón.
Tres días después del anuncio, en efecto, Christ Middelton y yo, pudimos conocernos al fin.